Resumen de la La chica de abajo



La chica de abajo

El gran camión se había arrimado a la acera reculando
, frenando despacito. Por tres veces salió descalza al patio y miró al cielo. Pero las estrellas nunca se habían retirado, bullían todavía, perennemente en su fiesta lejana, inalcanzable. Cecilia decía que en las estrellas viven las hadas, que nunca envejecen.

Que las estrellas son mundos pequeños del tamaño del cuarto de armarios, poco más o menos, y que tienen la forma de una carroza. Cada hada guía su estrella cogiéndola por las riendas y la hace galopar y galopar por el cielo, que es una inmensa pradera azul. Algunas veces, si se mira a una estrella fijamente, pidiéndole una cosa, la estrella se cae, y es que el hada ha bajado a la tierra a ayudarnos. Cecilia contaba unas cosas muy bonitas.

Paca y Cecilia eran amigas, se contaban sus cuentos y sus sueños, sus visiones de cada cosa. Lo que les parecía más importante lo apuntaba Cecilia en un cuaderno gordo de tapas de hule, que estaba guardado muy secreto en una caja con chinitos pintados. Para Paca el tiempo corría de otra manera cuando estaban las dos juntas. Ya podían pasarse casi toda la tarde calladas, Cecilia dibujando o haciendo sus deberes, que ella nunca se aburría.

La madre se quejaba muchas veces. No quería que Paca subiera tanto a la casa. Hasta ahora me ha venido dando igual, pero Cecilia tiene once años, date cuenta. Que vengan otras niñas a jugar con ella.

Sus primas eran tontas y con las niñas del médico no tenía confianza. Se lo dijo a su madre llorando. Subirá Paca también. Desde que venían las otras niñas.

Paca subía más tarde, y eso cuando subía, porque algunas veces no se acordaban de llamarla. Paca empezó a desear que llegase el buen tiempo para salir a jugar a la calle. En la plazuela tenía más ocasiones de estar con Cecilia, sin tener que subir a su casa, 5. Se podían escapar de las otras niñas.

Se cogían de la mano y se iban a esconder juntas. Se escondían detrás de la silla de Adolfo, el aprendiz, que era conocido de Paca, y él mismo las tapaba y miraba por la puerta y les iba diciendo cuándo podían salir sin que las vieran y cuándo ya habían cogido a alguna niña. Aquella noche, mirando las estrellas, donde viven las hadas que nunca envejecen, Paca se acordaba de Cecilia y lloraba. Mirando las estrellas, Paca sentía una enorme desazón.

Paca se había levantado llena de frío, con un dolor muy fuerte en el pescuezo de la mala postura y un nudo correoso en la garganta. Estas cosas estaba sintiendo cuando oyó la bocina del camión que venía. Otras, más menudas o más frágiles, las bajaban a mano. Paca no se atrevía ni a moverse.

* * * Aquel año Paca había creído que el invierno no se iba a terminar nunca, ya contaba con vivir siempre encogida dentro de él como en el fondo de un estrecho fardo, y se alzaba de hombros con indiferencia. Un día fue con su madre al médico del Seguro. El médico le auscultó, le miró lo colorado de los ojos, le golpeó las rodillas, le palpó el vientre. Todas las mañanas, cuando salía a barrer el portal, Paca miraba con ojos aletargados el anguloso, mondo, desolado esqueleto de los árboles de la plazuela.

* * * Una mañana vino el cartero a mediodía, y trajo una tarjeta. Paca, que cogió el correo como todos los días, le dio la vuelta y vio que era de Cecilia para las niñas del segundo. Paca sintió todo su cuerpo sacudido por un violento trallazo. A la puerta de los ojos se le subieron bruscamente unas lágrimas espesas y ardientes, que parecían de lava o plomo derretido, y las lloró de un tirón, como si vomitara.

Entró en la portería, abrió el armario, buscó una caja de lata, la abrió y saco del fondo un retrato de Cecilia y unas hojas escritas por ella, arrancadas de aquel cuaderno gordo de tapas de hule. Lo rompió todo junto en pedazos pequeños, luego en otros pequeñísimos y cada uno de aquéllos en otros más pequeños todavía. Se sintió firme y despierta, como si pisara terreno suyo por primera vez, como si hubiera mudado de piel, y le brillaban los ojos con desafío. Paca la de abajo, la hija de la portera.

Salió del portal con la tarjeta y echó por la escalera arriba. En el primer rellano se encontró con Adolfo, el chico del zapatero, que bajaba con unas botas en la mano. Dichosos los ojos. Antes venías muchas veces a esconderte al taller con las otras chicas cuando jugabais al escondite... Paca le miró con los ojos húmedos, brillantes, y parecía que los traía de otra parte, como fruta recién cogida.

Paca se azaró. El chico la cogió por una muñeca. Me acuerdo mucho de ti cuando oigo a las chicas jugar en la plaza y creo que vas a venir a esconderte detrás de mi silla. Adiós.

Llegó al segundo, echó la tarjeta de Cecilia por debajo de la puerta , siguió subiendo. Vio a Adolfo que salía del portal y cruzaba la plaza con la cabeza un poco agachada y las botas en la mano. Le fue a llamar para decirle adiós. El chico se metió en su portalillo, como en una topera.

Sonaban y sonaban las campanas, levantando un alegre vendaval. Paca las sentía azotando su cuerpo saltándose gozosos por toda la ciudad. Él sólo la había visto a ella, a Paca la de abajo, era a ella a quien echaba de menos, metidito en su topera
  

frase: Abajo los prinseses azules y arriba los amates Bandidos

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